La semana pasada recibí una llamada de nuestra agencia de acogida temporal: Hay otro niño que necesita acogida. Tiene dos años de edad, y su mamá fue arrestada. Solo es por tres días. ¿Lo podríamos recibir nosotros? Yo pienso en mi agenda tan agitada, mis otras responsabilidades y los cinco niños que ya estamos criando. Entonces, pienso en el alma de aquel pequeño. Si, lo podemos recibir.
Y así, me encuentro rebuscando los pañales y las ropitas, orando para que el pequeño no meta el caos en mi casa, y esperando no apegarme demasiado a él en el corto tiempo en que lo vamos a tener. Porque, por cada uno de los cuarenta y tres niños que hemos acogido, se me ha roto un pequeño pedazo del corazón. Pienso: “¡Rómpeme el corazón por las cosas que rompen al tuyo, Señor!”
Durante años, mi esposo y yo hemos vivido en medio de esta carrera loca, experimentando las bendiciones más grandes y los dolores más profundos… ¡a veces de manera simultánea!En el cumplimiento del llamado de Dios a dar acogida y adoptar, estoy descubriendo que los quebrantos de corazón son ineludibles.
Durante años, mi esposo y yo hemos vivido en medio de esta carrera loca, experimentando las bendiciones más grandes y los dolores más profundos… ¡a veces de manera simultánea! Son incontables las personas que nos han dicho que ellas nunca podrían hacer lo que nosotros hacemos. Por lo general, mi respuesta es: “¡Usted sí podría hacer lo que yo estoy haciendo! Solo tendría que decidir que vale la pena correr el riesgo de un corazón quebrantado por ayudar a un niño. Los adultos podemos tomar la decisión de aceptar ese riesgo; los niños quebrantados de corazón bajo el cuidado del estado no pueden tomar decisión alguna.”
El llamado de Dios es que ayudemos a los huérfanos; Él lo señala con claridad a lo largo de todas las Escrituras. A mí me agrada pensar que Dios ama de manera especial a los hogares de acogida, puesto que encomendó su Hijo a un padre sustituto terrenal (una especie de padre). Y hoy en día la necesidad es tan grande, que no se la puede pasar por alto: Según el Departamento de Salud y Servicios Humanos de los EE.UU., son más de 400.000 los niños que se hallan actualmente en hogares estatales de acogida en los Estados Unidos. Esas son las razones que me hacen seguir luchando cuando ser padres de acogida se vuelve una tarea difícil.
Y es difícil.
Pero al parecer, cuando las situaciones se vuelven más extremas, es cuando hay más oportunidades para mover a las personas hacia Jesús. Lo mejor de todo mi trabajo como madre temporal es que les puedo hablar de Jesús a todos y cada uno de mis “clientes”. No solo eso, sino que hemos tenido la oportunidad de compartir el Evangelio con sus padres biológicos, cuyas circunstancias desastrosas les ponen al desnudo el corazón y su desordenada vida totalmente abierta. Entre ellos son muchos los que también están necesitados de un padre o una madre.
Recuerdo una adolescente que estuvo en nuestro hogar menos de veinticuatro horas. Yo me sentí incómoda porque aún no le había hablado de Jesús, de manera que, con un oficial que venía ya a recogerla, y con las mejillas llenas de lágrimas, recuerdo haber entrado de repente en su cuarto para decirle: “¡Por favor, confía en Jesús! No pongas tu confianza en la gente; ya has visto cómo te quedan mal una y otra vez. Jesús es el único en el cual puedes confiar.”
Se me destroza el corazón pensando en ella y en los otros niños bajo cuidado estatal que han sido desilusionados una y otra vez por sus padres, por el sistema, por otros que se han desentendido de ellos. Mi gran deseo y mi llamado consiste en que todos esos niños tan valiosos sepan que Jesús los ama, que Él es digno de su confianza, y que Él sí puede sanar sus heridas. ¿Acaso no es eso lo que necesitamos todos?
Adaptado de “Llamado: Historias de gente común y corriente que ama a Dios y al prójimo de maneras extraordinarias,” un artículo para el número del invierno de 2014 de la revista In Part de la Iglesia de los HEC de EE.UU.