Mi madre me hizo tomar lecciones de piano cuando tenía cinco años de edad. Y aunque aprendí sonatas y valses, Beethoven y Mozart, estaba aprendiendo a tocar el piano para servir al Señor. Mi madre siempre ha estado involucrada en todas las facetas de la vida de la iglesia, de manera que le pareció un buen plan tener una hija que tocara el piano. “Las iglesias siempre necesitan alguien que toque el piano”, me solía decir. Desde temprana edad, comprendí que el propósito de ser pianista era servir al Señor.
Un día, años más tarde, decidí entrar a la escuela de derecho para convertirme en abogada. Y aunque estaba aprendiendo leyes constitucionales y procedimientos legales, debido proceso y derechos civiles, todo aquello lo estaba aprendiendo para servir al Señor.
La situación de cada cual es única y, sin embargo, cada historia tiene la misma trama, y cada persona la misma súplica.Mi decisión de practicar leyes de inmigración fue simple. Yo había nacido y crecido en los EE.UU., y al mismo tiempo vivía en la cultura hispana. Todos los que me rodeaban parecían venidos de algún otro lugar. Mi iglesia tenía gente procedente de todas partes de la América Latina. Los inmigrantes y la experiencia de los inmigrantes eran cosa tan común como la que más en mi iglesia. Era obvio que ser abogada de inmigración era la decisión más adecuada.
Hoy en día sirvo a las personas de nuestra familia de la Iglesia de los Hermanos en Cristo que necesitan orientación y ayuda con sus cuestiones de inmigración. Represento a hombres, mujeres, niños y familias indocumentados. La situación de cada cual es única y, sin embargo, cada historia tiene la misma trama, y cada persona la misma súplica. El sufrimiento, el temor y la desesperación de tanta gente pesan sobre mí. Y oro diciendo: “Dios mío, por favor, dame gracia. Dame sabiduría. Dame favor para poder ser de ayuda”.
Una de las muchas veces en que he hecho esta oración, fue el caso de David*, un joven de veintidós años detenido bajo custodia de inmigración por estar en los EE.UU. sin documentación. Ha estado allí desde octubre de 2013. Orábamos cada vez que nos reuníamos. Orábamos cada vez que comparecíamos ante el juez.
Yo presenté la papelería. Me preparé para el juicio. Juntos, nos presentamos ante el juez, sabiendo que no obtendríamos una resolución favorable. Oramos después de perder nuestro caso. Yo me sentía abrumada por la tristeza, pensando en todo lo que perder su caso significaba para el presente y el futuro de David.
Él será enviado de vuelta a su país en un par de semanas. Va a regresar a un país al cual no quiere regresar, dejando otro país del que no se quiere marchar.
Pero antes que él se vaya, vamos a orar.
David no consiguió el resultado que quería con tanta desesperación, pero Jesús se presentaba y se reunía con él cada vez que nosotros orábamos.
A veces, practicar la ley es como practicar el piano: Es difícil, y no siempre lo quiero hacer. Pero lo hago, porque la Iglesia siempre necesita gente que ayude a “los más pequeños de estos”. Yo soy abogada para poder servir al Señor.
*Por razones de confidencialidad, el nombre de esta persona ha sido cambiado.
Adaptado de “Llamado: Historias de gente común y corriente que ama a Dios y al prójimo de maneras extraordinarias,” un artículo para el número del invierno de 2014 de la revista In Part de la Iglesia de los HEC de EE.UU.