Esta historia se la he contado a unas cuantas personas, y muchas veces he recibido respuestas como: “Estás bromeando… Eso es muy parecido a la parábola del Buen Samaritano”.
Por desdicha, supongo que con frecuencia ha habido algo de escepticismo en las respuestas de esas personas, quienes pensarían que yo me debía haber inventado esta historia. Le puedo asegurar que esta historia no es invento mío, y que no la he adornado. Es un encuentro en la vida real con un hombre que tenía un corazón de oro.
Estábamos en invierno, a principios del siglo veintiuno. Hacía frío. También estaba nevando.
Mi padre y yo nos estábamos preparando para ir a la tienda en nuestro Chevy Celebrity de los años ochenta, un auto que era muy poco de fiar. El alternador estaba dando problemas, y el motor dejaba de funcionar.
No habíamos avanzado mucho por la calle principal de mi pueblo cuando el auto no pudo seguir funcionando.
Cualquiera que haya sido el problema, recuerdo que necesitamos que alguien nos ayudara a poner en funcionamiento la batería del auto. Mi padre estaba batallando con una forma de ansiedad que lo podía hacer entrar en una situación importante de pánico cuando pasaba por situaciones como aquella… y eso fue lo que sucedió.
Yo era demasiado joven para poder ayudar grana cosa, a no ser acercarme a la casa de alguien para pedirle ayuda. No teníamos teléfono celular, y en realidad, no sabíamos qué había que hacer.
De repente, vimos que nuestro pastor pasaba caminando. Le pedimos ayuda, pero él nos respondió que iba atrasado a una reunión y no nos podía ayudar.
Fue desalentador, pero seguimos adelante.
Vimos después a un vecino que era maestro de la escuela dominical. Le preguntamos si él podría echar a andar el auto. Pero él nos respondió enseguida indicándonos que era probable que la batería de su auto no estuviera en condiciones de ayudarnos. Mi padre le trató de explicar a aquel hombre que no le pasaría nada a su auto, pero él siguió encontrando excusas.
Nos quedamos solos, tratando de buscarle por nuestra propia cuenta una solución al problema.
Entonces llegó una vieja furgoneta y se puso a la par de nuestro auto. El conductor bajó el vidrio de la ventanilla y nos preguntó si necesitábamos ayuda.
Enseguida nos dimos cuenta de que era nuestro vecino… nuestro vecino musulmán. Estacionó la furgoneta en la cuneta, registró hasta encontrar un par de cables para echar a andar los carros, y enseguida nos ayudó a seguir nuestro camino.
Fue un gesto muy sencillo, pero significativo. Un gesto del que mi familia sigue hablando con afecto hasta el día de hoy.
Aquel hombre y su señora eran los dueños de una tiendecita situada en la misma calle que nuestra casa. Nosotros fuimos clientes de su negocio durante largo tiempo, y su amistad nos producía gozo. Lamentablemente, él falleció unos pocos años más tarde. Mis padres me enviaron muchas veces a limpiarle de nieve la acera cuando estuvo enfermo antes de fallecer.
Comparto esta historia, no para reprender a los dos cristianos que no nos ayudaron, sino para hacer resaltar la bondad del hombre que sí nos ayudó. Aquel vecino estuvo dispuesto a hablar abiertamente con nosotros acerca de la fe, y de las diferencias entre el cristianismo y el islam. Aunque nuestros conceptos religiosos eran diferentes, nos teníamos respeto mutuamente.
La mayoría de mis escritos tienen que ver con una idea histórica relacionada con la misionología. Sin embargo, cuando he pensado en el tema de la forma en que los cristianos se pueden relacionar con los musulmanes, no he podido encontrar mejor forma de explorar este tema, que aquel escenario, tomado de mi propia vida.
En nuestro país circulan muchos temores, desconfianzas y odios. Hacernos más temerosos aún, confiar menos y odiar más no va a lograr nada. Lo cierto es que la mayoría de los musulmanes son como mi vecino: personas amables, compasivas y amantes de la paz. Por desgracia, son muchos los estadounidenses que no han tenido la experiencia de desarrollar una amistad con musulmanes, y por esa razón, enseguida temen a esas personas, simplemente a partir de suposiciones.
Es cierto que el extremismo islámico es una realidad muy peligrosa y aterradora, pero también lo es la supremacía de los cristianos blancos. No podemos presentar a los terroristas islámicos como el ideal de lo que significa ser musulmán, de la misma manera que no debemos presentar a los terroristas cristianos como el ideal de lo que significa ser cristiano.
Los cristianos tenemos la oportunidad de aprender de nuestros vecinos musulmanes, o de aislarnos por completo de ellos. Para Jesús, el aislamiento nunca fue una opción. De hecho, aceptaba a los samaritanos, un pueblo que me parece que puede servir muy bien de paralelo con los musulmanes de hoy.
Formar parte del Reino de Dios no significa aislarnos de ciertas personas a causa de su religión o de su raza. Recuerdo las palabras de Donald Kraybill con respecto a la forma en que el Reino de Dios rompe las barricadas:
El espíritu de Jesús penetra en los lugares cerrados de la sociedad. Las barricadas de las sospechas, la desconfianza, los estigmas y los odios se vienen abajo ante su presencia. Él también nos invita a nosotros para que veamos a los seres humano que hay detrás de esas etiquetas de los estigmas. Su reino trasciende todas las fronteras. Él recibe a gentes que proceden de todos los lugares cerrados. El amor de Dios supera a las costumbres sociales que dividen, separan y aíslan. Todos estamos invitados a la mesa en el nuevo reino. A nadie se lo echa a un lado ni se lo excluye. La amplia bienvenida que da Jesús se halla en el corazón mismo del Evangelio. La reconciliación forma su núcleo. Esta buena notica derrite las barreras espirituales entre los humanos y Dios, y echa abajo los muros entre las personas. El ágape de Jesús alcanza a las personas metidas en lugares cerrados, les dice que el amor de Dios se lleva sus estigmas y les da la bienvenida a una nueva comunidad.1
Cuando pienso en la bondad de mi vecino, siento su calidez en mi corazón. Al mismo tiempo, cuando me imagino las luchas de todos los musulmanes que viven en Estados Unidos, se me destroza el corazón. Como Iglesia, lo animo a pensar más allá de lo que usted conoce para aprender acerca de lo que no conoce. No estoy hablando de leer otro artículo noticioso: le estoy haciendo un llamado para que le ofrezca su amistad a un vecino, compañero de trabajo, vendedor o cualquier otro, que sea musulmán.
La amistad puede echar abajo barreras y cambiar vidas.
1. Donald B. Kraybill, Upside-down Kingdom (Herald Press, 2003), p. 212.
Adaptado de “My Good Samaritan Was a Muslim”, escrito tomado del blog de Micah, Beyond Perimeters.