Foto: Nancy Shenk

Crecí como uno de los menores de una familia con nueve hijos en una granja cercana a Mount Joy, Pennsylvania.

Puesto que éramos nueve niños bajo un mismo techo, discutíamos con frecuencia, y de vez en cuando peleábamos. Siempre recordaré que cuando uno de nosotros llegaba corriendo y llorando porque uno de los hermanos le había pegado, mi padre le respondía: “¿Y qué le hiciste tú a él?” Por lo general, las lágrimas se acababan, y él les exigía a los dos en litigio que se pidieran perdón, se dieran un beso e hicieran las paces.

De niño, asistí con mi familia a la Iglesia de los HEC de Mt. Pleasant (Pennsylvania). Unos mensajes como los de “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9); “En cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres” (Romanos 12:18), y “Busca la paz, y síguela” (Salmo 34:14), causaban una profunda impresión en mi mente infantil.

Alrededor de los diez años de edad, sentí que Dios me llamaba a servir como misionero en el África. En 1958, poco después de graduarme del Colegio Universitario, salí junto con mi esposa Nancy con rumbo a Rodesia del Sur (actualmente Zimbabue). Y al entrar dentro de este nuevo contexto, comencé a captar lo valioso que era haber crecido en una tradición de pacificadores.

Mi vida en las manos de Dios

La colonización de Zimbabue por el gobierno británico a fines del siglo diecinueve comenzó un ciclo de violencia que en muchos sentidos ha continuado hasta el día de hoy. Entre la década de 1930 y la de 1960, la animosidad fue en aumento entre la mayoría formada por ciudadanos de color y la minoría gobernante de blancos, hasta terminar estallando en una guerra. Después que Zimbabue adquirió su independencia en 1980, uno de los dos grupos tribales de mayor importancia en la nación se hizo con el control del gobierno.

Sin embargo, yo no me pude quedar callado. Siempre supe que mi vida estaba en las manos de Dios, y que debía alzar mi voz para hablar contra la violencia.

Puesto que ya no existía un enemigo común, surgió el conflicto entre ambos grupos. El partido que estaba en el poder despachaba a los soldados para que se enfrentaran a los llamados “disidentes”. Eran implacables: eliminaban las amenazas en potencia, les disparaban a los ciudadanos, enterraban a las personas en fosas comunes y tiraban cuerpos a los escusados o a los pozos de las minas.

Un domingo, yo me hallaba predicando en Bulawayo cuando llegaron los policías. Sacaron a un hombre de la congregación.

Nunca más lo volvimos a ver.

Después del culto, la policía me acusó de predicar temas políticos, una grave acusación. Uno de los policías me pidió mi dirección, diciendo que era posible que me quisieran interrogar. En aquellos momentos, el Señor me dio valor. “Diles que vaya, porque yo los quiero ver”, le respondí.

A mediados de la década de 1980, asistí a una reunión interdenominacional de iglesias en Harare, la ciudad capital. Hablé de la maldad y el odio que veía, y muchas personas temieron que yo “desapareciera” un día. Sin embargo, yo no me pude quedar callado. Siempre supe que mi vida estaba en las manos de Dios, y que debía alzar mi voz para hablar contra la violencia.

Algún tiempo más tarde, los líderes de las denominaciones se reunieron con Robert Mugabe, el presidente de Zimbabue. Adoptaron una posición contraria a la maldad, hablando contra la violencia y fomentando la conversación y la reconciliación. Y cuando se sacaron al descubierto las atrocidades, los conflictos entre ambos grupos tomaron un giro distinto.

Aún queda trabajo por hacer, y creo que los cristianos debemos estar al frente de los esfuerzos pacificadores. Siempre le estaré agradecido al Señor por las enseñanzas que recibí de niño y por el privilegio de haber crecido en una iglesia de paz. Alabo al Señor por haberme llevado a un ministerio en el cual abundan las oportunidades de practicar esta importante enseñanza bíblica y donde los frutos de esas enseñanzas son abundantemente evidentes.

Adaptado de “Los pacificadores”, un artículo publicado en el número de primavera y verano de 2016 de la revista In Part, de la BIC EE.UU.

Jacob R. Shenk
Jacob R. Shenk y su esposa Nancy viven en Zimbabue, donde han servido como misioneros con la BIC EE.UU. desde 1958. Jake sirve en la actualidad como administrador regional en el Sur del África.

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